Hace años que vengo leyendo artículos, divulgativos y científicos que hablan de dos corrientes en la crianza de los hijos. Por una parte, está la que aquí consideramos como "crianza de toda la vida" con sus "cachetes a tiempo", destete temprano, introducción temprana de papillas y purés, sueño en solitario impuesto a la fuerza, etc. Por el otro, está un tipo de crianza llamada de múltiples maneras: crianza natural, crianza respetuosa, crianza corporal, etc., que aboga por lo que muchos consideran una vuelta a los orígenes remotos del paleolítico en el que los bebés dormían con sus padres, mamaban a demanda hasta bien entrada la niñez, empezaban a comer los alimentos de los adultos sin purés ni papillas de por medio y los niños disfrutaban de un respeto y un contacto por parte de los adultos que hoy en día casi no se practica. Una crianza que autores como Mederith Small con su "Nuestros hijos y nosotros" o Jean Liedloff con "El concepto del continumm" pusieron encima de la mesa frente a la sociedad occidental a finales del siglo pasado, donde las normas de crianza eran dictadas por la pediatría y la psicología de finales del siglo XIX y principios del XX, ambas dominadas, entre otras cosas, por el oscuro conductismo de Skinner, Pavlov o Watson y los intereses de la industria alimentaria productora de leche artificial y alimentos infantiles.
El caso es que estos artículos presentan la situación actual como la existencia de dos corrientes enfrentadas en la crianza de los hijos, lo que da la falsa idea de que podemos elegir entre dos alternativas al mismo nivel: puedes imponer el sueño en solitario a base de dejar llorar a tu bebé, como defiende el doctor Eduard Estivill, o puedes dejarle dormir contigo como defiende el doctor Carlos González o la psicóloga Rosa Jové (por citar a los tres más populares dentro de la literatura divulgativa para padres). Puedes amamantar a tu hijo o puedes darle biberón. Puedes llevarlo en cochecito o portearlo en portabebés. Puedes subirlo a un andador o dejar que gatee.
Pero la situación es sutilmente diferente. La realidad es que amamantar a nuestros hijos a demanda y sin interrupción de la lactancia, llevarlos de bebés pegados a nuestros cuerpos, dormir con ellos, etc., son los comportamientos BÁSICOS de la crianza humana. Cualquier variación de ese comportamiento supondrá una situación de tensión, un estrés ―especialmente para la criatura, pero también para su madre y los adultos encargados de su cuidado―, ya que toda nuestra fisiología evolucionó en armonía con el mismo. Este estrés podrá producir o no una respuesta tóxica, pero lo que es seguro es que influirá significativamente en el desarrollo del menor.
Los humanos, como animales racionales que desarrollamos culturas complejas, hemos ido cambiando muestro comportamiento instintivo a los largo de las generaciones, intentando ajustar la crianza de nuestros hijos a las exigencias culturales. De esta manera, actos como ponerlos a dormir en una cuna lejos de su madre, introducir la alimentación complementaria a base de papillas antes incluso de que tengan dientes, imponer horarios a en la alimentación del lactante, utilizar leche animal adaptada en lugar de leche humana, etc., fueron cambios realizados a ciegas, en la gran mayoría de ocasiones ni siquiera por el interés del niño o de su madre, sino por las exigencias económicas, sociales y religiosas del momento, diseñadas, entre otras cosas, para garantizar la supremacía del varón sobre la mujer, y el domino de una clase poderosa sobre otra sometida. Así, esa costumbre de las clases dominantes de mandar a los bebés a criarse al campo con una nodriza, lejos de su madre, ha costado la vida a miles de criaturas (y madres). Incluso sin ser tan drásticos, consejos médicos del siglo pasado como poner a los bebés a dormir en solitario en una habitación separada, o ponerlos a dormir boca abajo, ha resultado también trágicamente mortal para miles de bebés. Aunque, bajo mi punto de vista, la sustitución de la lactancia materna por la alimentación con leche animal adaptada ha sido uno de los experimentos no controlados más mortíferos de la humanidad.
Con la consolidación en el siglo XX del método científico, seguido en los años setenta por el desarrollo de una sociología de la ciencia muy crítica con el mismo y dispuesta a superar el inocente positivismo del pasado, muchos de estos comportamientos que se creían científicamente demostrados y universalmente correctos y aplicables fueron reconocidos como productos de determinantes culturales existentes en momentos concretos, que podían o no seguir vigentes en la actualidad. Se hizo así evidente que el apoyo que recibían de los expertos era la consecuencia de una ciencia realizada bajo un importante sesgo, no siempre reconocidos por unos profesionales sumergidos en el positivismo mertoniano, según el cual la ciencia se produce con absoluta independencia de los determinantes culturales y los intereses de la sociedad que la genera. Algo que hoy sabemos que no es verdad, y diversas escuelas de sociología han definido ya distintos marcos teóricos que se ajustan a la producción científica actual con mucho más realismo que el descrito en su día por
Robert King Mertón. En
estos marcos teóricos se admite la influencia de los valores culturales y de los intereses económicos en la producción científica, así como la existencia de incertidumbres que no pueden ser resueltas simplemente aplicando más ciencia: todo ello lleva a cuestionar el papel del experto como única autoridad capaz de resolver las problemáticas científicas con importantes implicaciones en la salud y el bienestar de la población.
En resumen: ahora reconocemos que muchas normas de crianza supuestamente basadas en ciencia y defendidas por médicos y psicólogos durante siglos, en realidad son producto de una ciencia mal entendida y aplicada. Por lo tanto, la llamada crianza natural, respetuosa o corporal no es una corriente que nace de la nada como alternativa a la crianza "tradicional" de nuestra sociedad, sino el producto del desarrollo de verdadera ciencia en el campo de la salud infantil. Es la consecuencia de la buena aplicación del método científico, por fin correctamente contextualizado por los conocimientos que los estudios sociales de la ciencia nos ha aportado en los últimos cincuenta años.
Con palabras sencillas: es el reconocimiento de que lo que se decía que "tenía que ser así" de manera absoluta, en realidad no tiene por qué serlo, porque esa afirmación no tiene ninguna base científica.
Es la liberación de unos determinantes culturales que hacían más mal que bien. Y es el reconocimiento del daño causado.
Así que para nada son dos corrientes alternativas al mismo nivel. La crianza corporal es la consecuencia de la caída de la venda de los ojos y, por lo tanto, viene a sustituir y a liberarnos de una serie de comportamientos aberrantes y dañinos que, ahora sabemos, no tienen ninguna evidencia científica detrás.
No se trata de volver al paleolítico, sino de criar a nuestros hijos teniendo presente su naturaleza humana y sus necesidades primales básicas, y ejerciendo cualquier variación del comportamiento natural desde el respaldo de una ciencia basada en la evidencia de un método científico bien aplicado, y muy consciente de sus límites y sus fortalezas.